Capítulo 2. AMOR EN TIEMPOS DE CONFINAMIENTO.
Nos conocimos a metro y medio de distancia paseando al perro. A pesar de vivir en el mismo bloque, nunca habíamos coincidido tantas veces como ahora. En estos encuentros, los dos nos mostramos bastante esquivos, no hace falta tampoco que les explique por qué. Nuestra primera conversación fue gracias a un grito de vecino-policía de balcón. Nos espetó un “Ya van dos veces que sacáis al perro”. “¡Dos veces!”, repitió, evidenciando ya un desquiciamiento recluso.
Ella fue la primera que se lanzó. “¡Déjanos en paz, envidioso! ¡Y métete en tu casa de una vez, que tanto asomar el hocico vas ser tú el que contagie a nuestros vecinos mayores!”. Me sorprendió su valentía infectada de cierta osadía, y sobre todo que semejante grito hubiera logrado alcanzar ese volumen a través de su gigante mascarilla.
A continuación giró su cabeza y la dirigió hacia mí. Creí que me iba a lanzar un “¡Y tú! ¡No te acerques!”, pero sólo suspiró -menos mal que llevaba protección, porque me pareció que ese suspiro iba cargado de asuntos salivales- antes de apostillar: “Hay que tener una paciencia… ¿Qué quiere, que nos cague el perro en casa?”.
Yo sólo acerté a emitir un “No, claro, eso no. Sería muy contaminante”, pero creo que mi volumen no acertó a sortear la mascarilla, porque ella contestó. “Sí, sí, la gente de los balcones se pone totalmente dominante. Es un efecto de esta situación”. Y acto seguido se alejó con su Yorkshire Terrier que movía la cola como dando la razón a su dueña.
Nuestro siguiente encuentro fue en el supermercado. Yo iba directo a la sección de higiene cuando a lo lejos atisbé que sólo quedaba un paquete de papel higiénico. Aceleré el paso, más cuando noté una presencia que venía de frente que también lo hacía. No quise ni mirar. Sólo me quedaba un rollo y tampoco suelo tener ni kleenex ni papel de cocina en casa. Llegamos los dos a la vez y ya fue inevitable mirarnos… Entonces me di cuenta que era ella, la de “¡Envidioso, que de tanto sacar el hocico vas a ser tú el que contagie a nuestros vecinos mayores!”.
Soy débil. También cobarde. Solté el paquete, no sin sentir que se me encogía todo el cuerpo, en especial una parte. Pero entonces me llevé la grata sorpresa de que ella, aún con el explosivo carácter del que había hecho gala, también lo hizo. Y empezamos un baile de “para ti, para ti, no, no te preocupes, de verdad, que no me importa”. Yo incluso declaré un “tengo todavía muchas reservas, en serio”. Fue entonces cuando empecé a pensar que algo me pasaba, y me fijé un poco más en mi vecina de pelo desordenado y gafas de pasta. Tenía los ojos claros y redondos, al igual que sus pechos, que para su edad no parecían haber perdido demasiada gravedad. Al final fue ella quién se llevó el último paquete de papel higiénico.
A partir de entonces yo creo que se fue limando la desconfianza. Empezamos a coincidir más y más en las horas que paseábamos a los perros. El chico del balcón seguía gritando con mensajes cada vez más aterradores: “Meteros en vuestra puta casa. Ojalá se mueran vuestros perros. Voy a llamar a la Policíaaaa”.
Un día ella confesó un nombre, Matilda, y yo referí el mío no sin cierto reparo, como si volviera a la adolescencia: Poli, de Apolíneo. Ella agrandó sus ojos por encima de su mascarilla y dijo divertida: “Jolín, pensé que el peor era el mío, nunca se sabe, la verdad”. No nos pudimos dar dos besos, pero ella me tendió la mano y yo me dejé llevar, total, de guante a guante, ¿qué nos podíamos pegar?
Ahora estamos viviendo todos síntomas propios del inicio del virus del amor. Yo no quiero que se pase nunca, la verdad, a pesar de los acaloramientos nocturnos y el pésimo gusto musical que me ha invadido últimamente. ¡Y eso que siempre he sido un pureta! Nos vemos tres veces al día, a pesar de los bramidos, ya roncos, del “moderno” del segundo. Quedamos para hacer la compra a metro y medio, y si hay dudas, siempre queremos que sea el otro el que se lleve el último paquete.
Hemos empezado esta semana a sincronizarnos para ver películas, y las comentamos cuando terminamos. A las 20h salimos por la ventana de la habitación a aplaudir, porque es la que nos permite vernos. Si esto sigue así, estoy seguro de que la semana que viene tendremos cibersexo. No se lo quiero plantear ya, porque no quiero que piense que soy de esos, y sí, la verdad es que lo soy. Bueno, lo era. Lo era antes, antes del virus, cuando apenas me relacionaba en persona. Entiendanme, la soledad es muy dura. Ahora he cambiado, esta pandemia me ha transformado la vida. Espero que no se pase nunca, la verdad. O al menos que se espere a la semana que viene.
A ver si con lo del cibersexo, Matilda se quita la mascarilla y por fin puedo verle la cara.
Foto: Dignity and Impudence by Sir Edwin Landseer (1877), Landseer’s dog painting of a bloodhound and a terrier. Digitally enhanced from our own original plate. rawpixel.com
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